Fueron cientos de miles los que la revolución rusa arrojó hacia occidente y principalmente hacia Francia, cuyo idioma muchos hablaban desde la niñez. Había entre ellos cantantes, músicos, bailarines magníficos, jóvenes de gran belleza. Algunos continuaron con su carrera en un marco apenas más cosmopolita que lo previsto, tal como esos guitarristas que habían tocado algunos años antes para el Zar o los Duques. Grandes damas vendiendo flores, oficiales de la guardia y almirantes de la flota imperial convertidos en choferes, cocineros o porteros. Todas las noches los cabarets o los sótanos con letreros luminosos deslumbrantes los reunían, pero la atmósfera que creaban y que para la clientela era sólo la de una diversión pintoresca, para ellos estaba cargada del veneno de la nostalgia y la decadencia. En el París ebrio de placer de los años 20 tenían el rol amargo y excitante de reyes de una fiesta a la cual permanecían extraños. Ligado a estos emigrados rusos por sus orígenes familiares, Joseph Kessel compartió con ardor sus miserias y sus sueños. Además de sus valores literarios, El final de los príncipes tiene la fuerza de un verdadero documento.
