Juan Pablo II nos ha convocado a arrepentirnos de los pecados cometidos purificando nuestra memoria mediante un juicio histórico-crítico riguroso. Para los argentinos el camino es arduo, doloroso, difícil, porque al analizar los hechos dramáticos de la década del 70 hemos puesto nuestra ideología por encima de la verdad, para, a partir de allí, construir nuestra propia explicación de lo acontecido: la memoria mítica que rige en el nivel superficial de nuestras conciencias. Un diálogo de reconciliación puede permitirnos ingresar en su nivel más profundo desde donde nos será posible elaborar una memoria crítica del pasado. Dicho encuentro no exige como condición previa la interrupción de los denominados "juicios de la verdad" cuyo curso puede proseguir; persigue, en cambio, un fin ajeno a la justicia: erradicar de raíz una lógica de violencia que olvidó que la vida vale por sí misma, no según lo que se piensa. Es necesario entonces comprender que no se trata solamente de recordar y condenar: el deber de la memoria solicita el deber de conversión y reconciliación. Todos, al fin y al cabo, deberemos enfrentar el juicio final y ese día, como advirtiera Jean Guitton a Francois Mitterand, "cesaremos de justificarnos, dejaremos caer las máscaras". Hay sólo dos opciones: llegar a él aferrados a nuestra ideología, a nuestro ego, a nuestros pecados, o elevarnos por encima de todo ello para no ver más que a Dios.