Recobrar el agro argentino, a través de sus propias vivencias; sentirlo como un cuerpo animado en sus auténticos latidos es la labor del artista quo mira a la patria, no con la vaciedad suficiente del que quiere hacer metodología grandilocuente de las minucias intolerables, sino con la ternura un poco irónica con que se contempla a un hijo que se ama pero que crece y cambia en ese encantador desabrimiento de la adolescencia. Todas las torpezas, las debilidades son propias de esa edad, pero van revelando la personalidad del hijo. Eso es lo importante: la personalidad. El autor de Fugitivo nos da en páginas reveladoras, como si se tratara de una apretada síntesis, una esencia inalterable de lo autóctono, que arranca del pasado y se proyecta sobre el futuro. El todo en una prosa sabrosa, medida en el recato interpretativo, veraz en el retrato que personifica al hombre de campo que actúa dentro de un ámbito que lo compren-de como un elemento más. Los tres relatos que integran este volumen, vienen a confirmar, una vez más, la maestría del cuentista que, pese a su verismo de enfoque, no ahoga la vena poética que fluye como una constancia de manantial, del fondo de los conflictos que plantea. La soledad en Fugitivo, el relato que da nombre al libro, lo trascendente en El milagro y el odio en El último malón, actúan a manera de personajes, de elementos, de fuerzas que viven y mueven la acción, lo mismo que los seres que andan la anchurosidad de los horizontes. Seres que llevan como un galardón inapreciable, esa autenticidad que los ubica con toda naturalidad en los caminos de la patria. Lo que el autor ha desnudado es el corazón del hombre; su manifiesta envergadura que lo epicentra del acontecer. Y el acontecimiento se produce como una reversión sobre el hombre.
