RESEÑA: La creación de arquetipos que exaltan y simplifican la suma de las cosas concretas es un hábito, acaso inevitable, de nuestra mente. Buenos Aires, apoyada con fervor por Montevideo, sigue proponiéndonos dos: el gaucho y el compadre. Como los congéneres boor y clown en inglés y rustre en francés, la palabra gaucho tuvo un sentido peyorativo; ahora, por obra de hacendados poetas José Hernández Pueyrredón, Rafael Obligado y Ricardo Güiraldes y de cierta superstición demagógica, un sentido reverencial. El compadrito puede tener análogo destino. Curiosamente, ya hay quienes lo extrañamos; ya, como el gaucho, es un tema de la nostalgia. De paso recordemos que el compadrito se vio a sí mismo como gaucho; el circo de los Podestá y las entregas azarosas de Eduardo Gutiérrez fueron sus libros de caballería. Bien es verdad que un cuarteador, un carrero o un matarife, no diferían demasiado de un peón. Compartían, por lo demás, el hábito de los animales y del cuchillo. El campo entraba en la ciudad; mi madre alcanzó a ver en el Once, las carretas que venían del Oeste.