Luther Whitney era, dentro de su profesión, un hombre afortunado, pues su índice de "accidentes" había sido satisfactoriamente bajo, la profesión de Whitney era la de ladrón, especializado en escalamiento. Su buena suerte se quebró el día que decidió robar en una lujosa y por tanto prometedora mansión. Había logrado localizar un verdadero yacimiento de joyas en una caja fuerte, cuando aparecieron dos visitantes, uno de ellos era fácil de reconocer: el presidente de los Estados Unidos; la otra: una dama desconocida. Whitney, desde su escondrijo, se convirtió en testigo forzado de un asesinato que comprometía a la más alta magistratura del país y a el mismo que, descubierto, se vio condenado a una huida sin destino y sin futuro.