La madre traza la imagen de su hijo en la sombra de una pared opaca, la bordea de cruces y espera la aparición de un mensaje sobre el futuro. Enigmática, calla lo que lee en ese mandala y a partir de ahí, la identidad sella su posibilidad de expresión. El enojo y la tensión de la piel sienten una náusea dulce. ¿Quién es el sujeto? ¿Qué se espera del futuro y de ese sujeto, el hijo? ¿Cómo se marcan las líneas de la vida? ¿Qué lugar ocupa quien ofrece su cuerpo para ser leído? Violencia y desnudez de ese gesto inaugural dan inicio a la historia de un muchacho de Avellaneda, que él y su amigo nombran el pueblo, donde la suma de opuestos entablan una guerra permanente: nombre real o nombre de guerra, ser o parecer, hombre o arcángel, macho o hembra, centro o suburbio. Chicos de aire huérfano deambulando por ambientes duros, víctimas de la intemperie son chicos que como Silvio, el mítico personaje arltiano de Juguete rabioso, desenmascaran la hipocresía y arman su propio texto de iniciación. Nombre de guerra teje las aventuras y cacerías nocturnas de dos taxy boys que buscan la libertad en la fácil obtención de dinero a través de la prostitución. La consigna es cambiar de nombre y jugar al yo no soy el que ustedes creen que soy: Andrés Gabriel, Adrián Pablo. Si dar un nombre es dotar a otro de ser, elegir un nombre es animarse a los límites de la identidad. En esa cadena de nombres propios un objeto que satura esa continuidad aparece como desencadenante: así, una cadenita que pasa de mano en mano encierra una trasgresión, una entrega y una clave. Claudio Zeiger indaga magistralmente el espacio de la identidad y socava el lenguaje del relato tradicional con un realismo crudo que impacta y desestabiliza todos los estereotipos.