RESEÑA: Animales Hambrientos despliega la Carnada. ¿Quién la muerde? ¿Quién o qué la constituye? ¿Quién la arroja? El pez por la boca muere, afirma el dicho. Abrir la boca, entonces, puede ser una acción en la que nos jugamos la vida. Así sucede en la prosa poética del mismo título que empieza: âSeñor juez déjeme explicarle, yo soy inocente, acá hay un errorâ. Culpables o no, mordemos la carnada, o nos transformamos en ella sin saberlo. Si la fortuna nos beneficia, estamos del lado de quien puede usarla, porque la carnada es siempre una trampa, un engaño para atrapar algo. En estos poemas y relatos que Gabriela Orlandi trama, nos deslizamos entre voces y géneros, puntos de vistas y cuerpos distintos, pero en cualquier caso vamos por los bordes del sistema, tanto de la ciudad, como de lo civilizado, y en definitiva, por los bordes de la lengua. Una corvina para cenar pone en juego una relación; un niño colorado y pecoso se contempla en el baño, los objetos se animan y se cuela una escena violenta; en el tren Sarmiento, una chica es acorralada sexualmente. La carnada es móvil, los pronombres son variables, y las palabras pueden ser cebos. Frente a esto, la poesía actúa como ácido, deshace lo falso, deja al descubierto la manipulación. En esa operación logra revelar belleza en lugares impensados, ilumina en lo oscuro, y da voz a quienes el sistema deja mudos. Las palabras como huesos, despojadas de su posibilidad carnada, abren paso para nombrar de nuevo y componer otro sistema, más preciso, más justo.