RESEÑA: Mundo, mi casa, es el primer volumen del tríptico donde María Rosa Oliver se mira y nos da a mirar, como en un retablo profano, las etapas de su propia vida. Esta obra de memorias de infancia es la piedra basal de un itinerario autobiográfico que recorre una selección de momentos fundamentales, hasta desembocar en Mi fe es el hombre, donde lo personal se encauza y a la vez se expande en la causa trascendente de la humanidad a la que la autora firmante se ha consagrado, superando todas las fronteras, las geográficas y las psicológicas. El título nos apela y nos provoca. ¿Por qué el mundo se parecería a una casa? ¿Por ser el mundo familiar, protegido y pequeño de la infancia? ¿El mundo femenino y por lo tanto, doméstico y domesticable? ¿O porque anuncia, más bien, otra relación que la memorialista constituirá con el mundo en el sentido más amplio concebible? Una relación tal, que cualquier espacio mundano, exterior o interior, puede volverse casa cuando es humanamente habitado. Toda a terra é dos homes, dijo Rosalía de Castro, la gran poeta de la migración gallega. Lejos de distanciarse o refugiarse del mundo en el ámbito privado del hogar, como sus antepasadas y como buena parte de sus contemporáneas, la que escribe terminará mostrando que ha sabido hacer del mundo entero su propia casa. Por otro lado, pocos textos son (auto) planteados tan claramente como mundo en el sentido de microcosmos: modelo de una trama relacional que atañe a toda la sociedad. Orden de géneros, orden de clases y orden de etnias, se cruzan en estas páginas y cruzan continentes, armando y desarmando una red de jerarquías y de valores que parece haber sido percibida casi desde siempre, en sus asimetrías y dolorosos conflictos, por un sujeto femenino al que la enfermedad infantil a la vez disminuye y empodera.