Comienza con una loa satírica a la manera del autor griego Luciano de Samósata, cuya obra había sido traducida hacía poco al latín por el propio Erasmo y por Tomás Moro. Tras esto, el tono se ensombrece con una serie de discursos solemnes, en los que la estulticia hace un elogio de la ceguera y la demencia y en los que se realiza un examen satírico de las supersticiones y de las prácticas piadosas y corruptas de la Iglesia católica, así como de la locura de los pedantes. El autor había regresado recientemente de Roma profundamente decepcionado y donde se había lamentado de la evolución que veía en la Curia Romana; poco a poco la locura toma la voz de Erasmo. En la obra se hace una relación puntual de las ventajas de la Estulticia sobre la Razón; señala cuán felices son los hombres cuando viven arropados por la necedad, situación de la que no escapan ni siquiera los Gramáticos, los Filósofos, los Teólogos, los Papas, los Obispos Germánicos, los Reyes ni los Príncipes. La estulticia se presenta ante un auditorio donde desarrolla un elogio de sí misma, logrando que su sola presencia desarrugue entrecejos y produzca cálidas sonrisas. Enumera una por una sus cualidades, vanagloriándose de que sus muchos beneficios se reparten entre todo tipo de personas: desde el vulgo que se contenta con pláticas de viejas, hasta los reyes y eclesiásticos que se embriagan con toda clase de diversiones. La ignorancia da razón de sus orígenes, de sus padres y del cortejo que la acompaña en su tarea de hacer más agradable la vida del género humano; se lamenta de quienes reniegan de su nombre, pese a ser grandes beneficiarios de sus dones; efectúa una sátira de los leguleyos y de los médicos; de los estudiosos exhibe su desdén y patanería, dejando en claro que las mujeres prefieren la compañía de los necios; exhibe a los comerciantes, describiendo cómo son sus indulgencias la llave para seguir cometiendo sus fechorías; del clero, desde los mendicantes hasta el Papa, muestra qué tan cerca están de la vanidad como lejos de Jesucristo.