El título mismo de la obra ya produce un efecto mágico, porque se yergue ante nosotros la figura gigantesca del santo obispo de Hipona, que se forjó en el fondo de la más desgarradora tragedia del corazón humano, en la lucha del Agustín pecador contra sus pasiones y en el triunfo que las lágrimas de una madre, Santa Mónica, alcanzaron de Dios en favor de su hijo. Cuando el obispo de Milán, San Ambrosio, decía a Santa Mónica, atribulada por la falta de fe y la vida descarriada de su hijo: Dios no puede permitir que se pierda un hijo de tantas lágrimas, pronunciaba una profecía tan consoladora para una madre como provechosa para la Iglesia católica y para la humanidad entera. Efectivamente, la conversión de Agustín trajo como fruto no solamente el cristiano y el obispo y el santo, sino también el filósofo, el escritor y el artista ganado para la humanidad. Agustín comienza a escribir apenas la luz de la fe se afirma definitivamente en su alma, cuando todavía es catecúmeno, pero ya en el camino de la conversión total.