RESEÑA: Todos los fríos van al Zar cuenta un día en la vida de un hombre, un lumpen, que trabaja en la puerta de un estacionamiento medido agitando una bandera blanca, atrayendo clientes. La ausencia de puntuación favorece que el texto funcione como un fárrago que semeja la dinámica del pensamiento o del sueño; las cadenas de la memoria. El intento reside en que los significantes actúen como pivotes o puertas comunicantes entre ideas disímiles o levemente emparentadas. Dos voces se privilegian: la del narrador y la del personaje, otras aparecen en los recuerdos del protagonista. Como la dinámica del lenguaje de ambos apelan a recursos similares, juegos de palabras, calambures, alusiones, citas, errores, fallidos, etc., por lo que se logra producir en la lectura una fluidez que genera múltiples asociaciones con los mecanismos íntimos del lector, y donde se aventura cierto experimento con la ambigüedad del texto entre narrador y personaje. Además hay un intento de matrimonio entre lo culto y lo vulgar, lo sublimado y lo escatológico, incluso lo perverso, que se corporiza en la relación entre el personaje principal, el banderillero, y un amigo muerto a quien recuerda mientras soporta su tarea diaria y mal pagada. Un Sancho Panza que rememora a un Quijote malogrado, pero en el siglo XXI.