El hombre moderno se afana por hacerse de un lugar en la historia, por dejar un legado, por poner su granito de arena antes que su menesteroso tiempo se acabe. Su vida es siempre agónica. La realización de sus sueños es únicamente jurisdicción del futuro. El hombre sagrado, por el contrario, no espera que el tiempo desarrolle aquello que no estuvo aquí desde siempre. El mundo fue, es y será esencialmente el mismo, y sólo cobra sentido en la medida que nos vuelve a llevar a ese centro sagrado, fundacional, una y otra vez, en eterno retorno. La historia, entendida ésta como sucesión temporal de hechos, se impone al hombre, en tanto único ser concientemente sitiado entre un pasado que lo precede y un futuro que lo seguirá. La historia, es siempre la historia de algo o de alguien, llámese un hombre, un pensamiento, una civilización o la misma humanidad. La historia, en sentido absoluto no existe, pues perderíamos así al sujeto que se despliega en el tiempo; sin algo o alguien que acontezca, dejamos de tener historia, y nos fundimos en la atemporalidad del Ser. Lo histórico cobra razón de ser frente a un sujeto que aparece, se desarrolla, y luego desaparece.